sábado, 26 de septiembre de 2009

Y por supuesto, también estoy hasta los cojones de mí mismo

Reproduzco abajo, primero en el gallego original y después en castellano, un texto publicado hoy en el diario El correo gallego, en el que el escritor y profesor de instituto Miguel Suárez Abel manifiesta una "autoinculpación" con la que coincido totalmente.

Creo recordar que el punto de inflexión para mí fue un curso llamado Resolución de conflictos en el aula, en el que asistí incrédulo a cosas como el funcionamiento en varios de nuestros institutos del sistema de mediación, por el que un grupo de alumnos "median" en los conflictos entre alumnos... ¡y también entre profesores y alumnos!... vamos, un paso más hacia la eliminación de toda diferencia de papeles entre ambos.

Aprovecho para agradecer aquí a un compañero, profesor de filosofía en mi centro educativo, el que, mientras los demás nos quedamos paralizados por semejante despropósito, él fue el que tomó la iniciativa de levantarse y decir lo que todos estábamos pensando. Espero seguir su ejemplo a partir de ahora, para no tener que volver a lamentarme de la actitud que denuncia el artículo.

Profesión conservadora (los subrayados no están en el original)

Unha parte da culpa tivémola nós. Non toda. O orballo que vai calando nos comportamentos de todos a través dos medios de comunicación, das leis económicas e dos modelos de pensamento imperante, contribúen á situación na que nos movemos. Pero, unha proporción causal de que o mundo de ensino se atope así, témola os propios ensinantes.

Nós fomos os que, baixo o peso da culpa polos peores anos de autoritarismo e falta de diálogo padecidos, quixemos achegarnos ó aprendiz como un ser sen responsabilidade, nin temperamento, nin capacidades dentro dun límite, nin obrigas. Nós fomos os que, cun exceso de paternalismo, inxenuidade e aceptación á primeira de canta idea falsamente revestida de progresista nos chegaba, nos entregamos con entusiasmo a experimentar con métodos débiles e pouco testados. Nós fomos os que, por mor dunha pouco madurada idea de compañeirismo, amizade e achegamento ó alumnos, nos convertemos nuns colegas patéticos, incribles, ridículos.

Os profesores, tamén, sen caer agora nunha culpa enfermiza, habemos de recoñecer que desviamos a xerarquía dos obxectivos, trasladamos ó primeiro plano tarefas que nunca deberan pasar de secundarias e aceptamos por comodidade disimulada un exceso de quietude e inmobilismo. Por unha mediocre tranquilidade cedemos a dubidosos experimentos pedagóxicos, recuamos diante de reclamacións ben fundamentadas, abdicamos do noso papel esencial nas decisións educativas.

Evidente. A culpa non é toda nosa, ni se cadra unha gran parte, pero si é certo que, confundidos, illámonos na falsa seguranza do individualismo, na desconfianza de todo traballo colaborador, na confortable fuxida da crítica e esixencia dos outros. Levados da man dunhas directrices erráticas, desesperantes ás veces -certo-, abandonámonos no negativismo, na escusa de que a culpa vén de fóra, de que na concentración das contradicións ás que se presta o ensino, non somos máis ca unhas pezas pouco valoradas e caducas.

Se cadra, neste exercicio conservador da profesión, o que tratamos é de ocultar o que nos custa recoñecer: que educar é fundamentalmente unha actividade conservadora, algo que leva implícita a coerción, a imposición, e que, nese rebelde rexeite adolescente, nos comportamos cun afán falsamente progresista, ineficaz, destinado á frustración.

Tal vez o primeiro exercicio de calquera educador fose entender que, por máis que se ensine a ser críticos e creativos, educar é, tamén e en gran medida, unha profesión esencialmente conservadora.

http://www.elcorreogallego.es/opinion/firmas/ecg/profesion-conservadora/idEdicion-2009-09-26/idNoticia-471062/

Profesión conservadora
(los subrayados no están en el original)

Una parte de la culpa la tuvimos nosotros. No toda. El rocío que va calando en los comportamientos de todos a través de los medios de comunicación, de las leyes económicas y de los modelos de pensamiento imperante, contribuyen a la situación en la que nos movemos. Pero, una proporción causal de que el mundo de la enseñanza se encuentre así, la tenemos los propios enseñantes.

Nosotros fuimos los que, bajo el peso de la culpa por los peores años de autoritarismo y falta de diálogo padecidos, quisimos acercarnos al aprendiz como un ser sin responsabilidad, ni temperamento, ni capacidades dentro de un límite, ni obligaciones. Nosotros fuimos los que, con un exceso de paternalismo, ingenuidad y aceptación a la primera de cuanta idea falsamente revestida de progresista nos llegaba, nos entregamos con entusiasmo a experimentar con métodos débiles y poco probados. Nosotros fuimos los que, a causa de una poca madurada idea de compañerismo, amistad y acercamiento a los alumnos, nos convertimos en unos colegas patéticos, increíbles, ridículos.

Los profesores, también, sin caer ahora en una culpa enfermiza, hemos de reconocer que desviamos la jerarquía de los objetivos, trasladamos al primer plano tareas que nunca habían debido pasar de secundarias y aceptamos por comodidad disimulada un exceso de quietud e inmovilismo. Por una mediocre tranquilidad cedimos a dudosos experimentos pedagógicos, reculamos ante reclamaciones bien fundamentadas, abdicamos de nuestro papel esencial en las decisiones educativas.

Evidente. La culpa no es toda nuestra, ni quizá una gran parte, pero sí es cierto que, confundidos, nos aislamos en la falsa seguridad del individualismo, en la desconfianza de todo trabajo colaborador, en la confortable huida de la crítica y exigencia de los otros. Llevados de la mano de unas directrices erráticas, desesperantes a veces -cierto-, nos abandonamos en el negativismo, en la excusa de que la culpa viene de fuera, de que en la concentración de las contradicciones a las que se presta la enseñanza, no somos más que unas piezas poca valoradas y caducas.

Quizá, en este ejercicio conservador de la profesión, lo que tratamos es de ocultar lo que nos cuesta reconocer: que educar es fundamentalmente una actividad conservadora, algo que lleva implícita la coerción, la imposición, y que, en ese rebelde rechazo adolescente, nos comportamos con un afán falsamente progresista, ineficaz, destinado a la frustración.

Quizá el primer ejercicio de cualquier educador fuese entender que, por más que se enseñe a ser críticos y creativos, educar es, también y en gran medida, una profesión esencialmente conservadora.

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